La Pobre Sierra / The poor Sierra
Con la A de Albendiego, con la B de Bocígano o con
la C de Campisábalos… hasta la U de Umbralejo, la V de Villacadima o la misma Z
de Zarzuela, un abecedario de pueblos conforma la denominada “Sierra Pobre”, una
comarca que hasta no hace mucho era más bien una pobre sierra recóndita,
profunda y humilde, luego abandonada, perdida y olvidada… hasta casi
desvanecerse en ella los hombres y desaparecer de su memoria.
Y esos pueblos son pequeños y austeros… aldeas,
poblados o incluso villas, que gracias o por desgracia de su infortunio y
despoblamiento, han conservado a lo largo de los tiempos su singularidad
arquitectónica, auténtica e inconfundible, tan sobria, rústica y modesta como
bella, pura y agreste.
Nada que ver con la sierra de Guadarrama; la de
los hotelitos de Cercedilla y el tren de Cotos; la que en sus tardes
madrileñas, Machado veía en el azul pintada, y que ya dibujaron otros, mucho
antes que él la cantara…; la sierra que admiró la Institución Libre de Enseñanza.
De cómo la moda del turismo rural redimió a esta
comarca no me voy a ocupar en este artículo…, pero hete aquí la sorpresa de
encontrar, en una oficina de turismo, un folleto que ensalza ahora la calidad
del aire más puro de España y el tercero del mundo, el cual sitúa en este lugar un patrimonio único
y una riqueza extraordinaria..., tanto más valorada cuanto que es tristemente
frecuente, en estos tiempos, oír opuestamente hablar de lo contrario en relación
a la vecina ciudad de Madrid, tanto como acerca de la mala salud del aire del
planeta en general.
Mis recuerdos de la sierra pobre son tantos como
ya por desgracia remotos… y se remontan a tanto tiempo atrás:
Excursiones de
adolescencia aquí o allá, jornadas ornitológicas rebuscando entre sus bosques y
cortados, campamentos de facultad reconstruyendo pueblos, sobrevuelos con mi
ala delta… tiempos en que aún era la pobre sierra… cuando en Villacadima no
había nadie… la fábrica de luz de Somolinos era precisamente eso, o encontrarse
con el ábside románico de Albendiego era una experiencia mística… Y la Vereda:
La Vereda es…, sigue siendo, un descubrimiento
para cualquiera que tenga, no hay duda, la fortuna de dar con ella. La primera
vez que acerté a pasar por allí, bajando la pista con sus curvas…, y con mi
Vespa, después de kilómetros de soledad entre el claroscuro de los pinos, algún
regato de agua fresca que corría cuneta abajo a mi lado y si acaso algún
avecilla que cruzaba de un lado a otro, la Vereda se me apareció, de primeras,
como el regreso a una civilización que aunque apenas acababa de abandonar ya se me antojaba lejana.
Nada más lejos de la realidad. Pronto me di cuenta
que La Vereda estaba abandonado, y que entre las casas, las más en decrépita ruina,
solo unas pocas mostraban la elegante sencillez de sus muros restaurados, el esmerado
detalle de un dintel sin mácula y una ventana con visillos bordados, un horno bien
conservado o unas puertas cuidadosamente cerradas.
Y sin embargo, ni un alma, ni un perro, ni una gallina… Solo
la desolación de las ásperas y escarpadas tierras de la Sierra de Ayllón, del
barranco que se abre profundo por debajo del pueblo… Si acaso un águila real
volando alta, lejana y pasajera, por sobre las repoblaciones de pinos, los
jarales y la roca desnuda.
La arquitectura negra de Guadalajara en su entonces verdadera,
máxima y genuina expresión, era la de una región yerma por la que entre los pinares
solamente corría el viento serrano y helado; la de un mundo perdido en el que
por entre sus calles, ya no se encontraban aldeanos, viejas enlutadas o niños
vocingleros, o la de un museo al aire libre, quizás el espacio de un solitario almoneda.
He vuelto a pasar, unas cuantas veces por La Vereda. La sensación
ya no es igual. Ahora ese mismo mundo -no sabría decir si anacronismo-, cercano
su reconocimiento como Patrimonio de la Unesco… ha recuperado una cierta vida…
aunque no la de su pasado; ha levantado sus cercas y sus muros, ha abierto sus
puertas, ha encendido sus cocinas y ha calentado sus hogares.
Lo mismo ha
pasado en tantos otros lugares. Me alegro, no hay nada malo en ello… no
soluciona el problema del despoblamiento rural de España pero en alguna medida
lo remedia y conserva ese valioso patrimonio que es merecedor de
reconocimiento.
Tras la
construcción del Embalse de El Vado en 1954 que anegó por completo el pueblo
del que recibe su nombre, La Vereda quedó aislado y abandonado. En 1976 un
grupo de arquitectos de Guadalajara y Madrid crearon una asociación cultural
para mantener el legado arquitectónico del pueblo que el ICONA quería derribar.
A La Vereda se llega desde las localidades de Campillo de
Ranas, por el Oeste o de Retiendas, por el Este pasado sobre la presa y
siguiendo una pista
forestal que se adentra en la espesura del bosque de pinos.
Las sobrias
construcciones se mimetizan con el entorno natural del territorio en una
simbiosis casi perfecta, conformando un paisaje en perfecta armonía. La
principal característica de esta arquitectura son las grandes superficies de
pizarra negra que sirven tanto de cubiertas como de muros para las
edificaciones, y que son obtenidas del propio terreno de la zona. Estas lajas
pizarrosas dan el peculiar color negruzco a las construcciones y el nombre a
esta original y excepcional arquitectura tradicional.
Dado el clima extremadamente frío de la comarca, con largos y duros inviernos y frecuentes nevadas, las viviendas, con gruesos portones de madera, son de anchos muros y aposentos pequeños, con ventanas igualmente de reducido tamaño dispuestas en la fachada sur, grandes espacios reservados para cocinas y chimeneas y división del recinto con estancias bien diferenciadas para las personas, el ganado y los productos de la tierra. Además de las casas, cobertizos, iglesias, puentes, apriscos para el ganado y cercados, vienen a completar un conjunto arquitectónico de enorme belleza y singularidad.